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Preguntas previas

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La lengua de las mariposas

«¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas.»

El maestro aguardaba desde hacía tiempo a que les enviasen un microscopio los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato, que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.

«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.»

Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!» [...]

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así, pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal».

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco. [...]

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato, ni jracias. Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo. El miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.

«A ver, usted, ¡póngase de pie!»

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla [...].

«¿Cuál es su nombre?»

«Pardal.»

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las orejas.

«¿Pardal?»

No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos.

Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro.

Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos [...]. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces [...].

Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos.

«Tranquilo, Pardal, ya pasó todo.»

Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. [...] Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «Me gusta ese nombre, Pardal.» Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:

«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.» Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos [...].

El maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.

«Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo.»

Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. [...] Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. [...] Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio, y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión. [...] Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta.

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Contexto de la obra

Ahora leerás un fragmento de La lengua de las mariposas que combina las tres modalidades textuales de las que se ocupa esta unidad: descripción, diálogo y narración. Este relato narra la vida escolar en la Galicia de 1936, que choca con los ideales de un profesor republicano enamorado de la vida y de la libertad.

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El autor

  • Manuel Rivas 

    Nacido en La Coruña en 1957. Es licenciado en Ciencias de la Información y combina la tarea de escritor con la de periodista. Ha publicado ensayos y poesía, pero son sus narraciones las que le han dado fama. Entre sus títulos más importantes se encuentran la colección de relatos ¿Qué me quieres, amor?, a la cual pertenece el titulado «La lengua de las mariposas», y la novela El lápiz del carpintero.